miércoles, 27 de febrero de 2013

‘Naíf. Súper’ de Erlend Loe (Nórdica) y ‘El juego serio’ de Hjalmar Söderberg (Alfabia): dos novedades de febrero que nos hablan del dulce momento editorial de las letras nórdicas


Strindberg, Paisaje con arrecife (detalle), 1894. Museo d´Orsay.

Hasta no hace mucho, con las obvias excepciones de Andersen, Ibsen, Strindberg, Hansum, Dinesen y alguna más (de acuerdo, aceptamos a Jostein Gaarder como animal de compañía), la literatura nórdica no era demasiado conocida entre los lectores hispanohablantes. Así fue hasta que el boom de la novela negra proveniente de aquellas gélidas tierras colocó a algunos de sus autores, no necesariamente los mejores, en un lugar de privilegio dentro del mapa de las letras actuales. El caso es que, ya guarde o no relación con el fenómeno anterior, y más allá de los Larsson, Mankell, Lackberg, Indridason y demás referentes de la literatura de género, de un tiempo a esta parte, gracias a la labor de editoriales como Nórdica, Lengua de Trapo, Ediciones de la Torre, Alfabia y otras, han dejado de resultarnos extraños nombres tan impronunciables como los de Kjartan Fløgstad, Ingvar Ambjornsen, Per Olov Enquist o, para los amantes de la poesía, los de Tomas Tranströmer o Henrik Norbrandt, entre otros.

De este modo, junto a la publicación de autores actuales llegados del norte de Europa, célebres en sus respectivos países de origen, en las mesas de novedades se acomodan igualmente clásicos recuperados, en la mayoría de los casos hasta ahora inéditos en castellano, de unas letras que bien merecen ser desagraviadas, ocupando el lugar que se merecen entre lo más valioso de la literatura occidental del último siglo. A continuación, nos asomamos a dos de esas novedades, pertenecientes a épocas y estilos muy alejados, que el mes de febrero nos ha traído y que apuntan en esta dirección.

Naíf. Súper.
Erlend Loe.
Traducción de Cristina Gómez-Baggethun.
Nórdica.
Formato: rústica. 14 x 22 cm.
240 páginas.
PVP: 18,95 €.
Fecha de publicación: febrero de 2013.

Porque es divertido e inteligente; porque es un libro para todas las edades (aunque los jóvenes se sentirán especialmente identificados); porque de alguna manera es un manual de filosofía del mundo actual; porque ha tenido mucho éxito en todo el mundo; porque Times lo ha comparado con El guardián entre el centeno; y porque se trata de una de las mejores novelas nórdicas de los últimos años. Estas son algunas de las razones que aducen en Nórdica para recomendarnos Naíf. Súper, obra del novelista traductor y guionista de cine noruego Erlend Loe (Trondheim, 1969).

Dotada de un estilo literario muy particular, al que se le conoce como naíf, a raíz de la aparición en 1996 de esta novela, la obra de Loe se caracteriza por el uso de la ironía, la exageración y el humor. En la que supone la segunda de las siete novelas publicadas hasta el momento, el autor articula un retrato generacional de la desnortada juventud de los años 90 que puede resultar aún plenamente vigente. Preocupado a sus veinticinco años por el sentido de la vida e incapaz de encontrarlo, el narrador de esta obra de argumento aparentemente sencillo, abandonará la universidad y se instalará en el piso de su hermano en Oslo, donde se dedicará a recibir faxes de un amigo meteorólogo y a elaborar listas: las cosas que han sido y son importantes en su vida, lo que le gusta y le disgusta, lo que ha vivido en un día... El protagonista, sin nombre, no estudia ni trabaja, y así ocupa su tiempo en algo tan ingenuo e importante –de todo esto nace el que se haya relacionado la cómica voz de su narrador con el personaje de Holden Caulfield– como buscarse a sí mismo.

Traducida a diecinueve idiomas y considerada como un libro de culto de la generación de los 90, esta novela recibió el Prix Européen des Jeunes Lecteurs.

El juego serio.
Hjalmar Söderberg.
Alfabia.
Formato: rústica, 20 x 13 cm
318 páginas.
19€.
Fecha de publicación: febrero de 2013.

De Hjalmar Söderberg  (Estocolmo, 1869-Copenhague, 1941) conocíamos hasta la fecha, además del drama en tres actos Gertrud –adaptado brillantemente a la gran pantalla por Dreyer– otra novela, Doctor Glas, que contaba con sendas ediciones en España, las dos con la misma traducción de Gabriel Ferrater, siendo la última en aparecer, no hará dos años, la publicada precisamente por Alfabia. Más que suficiente, en todo caso, para convertir a este escritor sueco, aclamado en su día por escritoras como Susan Sontag o Margaret Atwood, en un pequeño autor de culto.

En El juego serio, publicada en Suecia en 1912, el año de la muerte de Strindberg, Hjalmar Söderberg nos traslada a la Estocolmo de finales del siglo XIX y principios del XX, para contarnos la amarga historia de amor que protagonizan Arvid Stjärnblom y Lydia Stille. El anhelo, el desamparo, la traición, el adulterio, el dilema moral y la renuncia a lo largo de los años, tiñen de fatalismo estas páginas de tintes autobiográficos –y en las que no faltan digresiones sobre el telón de fondo que le ofrecen al autor algunos de los sucesos más destacados de su época, como la guerra entre España y EE UU, el caso Dreyfus, o la guerra ruso-japonesa– que parecen plasmar con brillantez, como nos apuntan sus editores, una de las citas más conocidas del autor: “Creo en el deseo de la carne y en la irremediable soledad del espíritu”.

Poseedora de una escritura precisa, de entonación realista, “historia de serena intensidad y luminosa belleza”, según palabras del crítico y escritor José María Guelbenzu, El juego serio está considerada una de las cimas narrativas de su autor. Su portada, además, nos encanta.

“La cuestión, sin embargo, no es lo que tú quieras, sino lo que va a ocurrir. ¡Uno no elige! Tú no eliges tu destino, del mismo modo que tampoco eliges a tus padres o a ti mismo: tu fuerza física, tu carácter, el color de tus ojos o las circunvoluciones de tu cerebro. Todo el mundo lo sabe. Tampoco eliges a tu esposa ni a tu amante ni a tus hijos. Los consigues, los tienes y posiblemente los pierdes. ¡Pero no los eliges!”

martes, 26 de febrero de 2013

Lorenza Foschini recrea en ‘El abrigo de Proust’ (Impedimenta) la apasionante recuperación de los efectos personales del autor de ‘En busca del tiempo perdido’



El abrigo de Proust.
Lorenza Foschini.
Traducción de Hugo Beccacece.
Formato: Rústica: 13x20 cm.
144 páginas.
PVP: 17,95€.
Fecha de publicación: febrero de 2013.

Cinco años después de que la pequeña editorial italiana Portaparole publicara esta obra, y tras dar el salto en Italia a través de Mondadori, el público en español puede disfrutar ya de este gran éxito internacional que es la crónica de una obsesión literaria centrada en uno de los más grandes escritores del siglo XX.

La napolitana Lorenza Foschini, periodista y presentadora de la RAI, además de traductora, con Daria Galateria, de diversos inéditos del autor de En busca del tiempo perdido (publicados con el título Ritorno a Guermantes) es la responsable de firmar un texto que, como ella nos anuncia a modo de prólogo, “no es un relato imaginario”, más bien, en todo caso, como señalan desde Impedimenta –especializados en este fértil subgénero de las intrigas bibliófilas– es una historia que desvela uno de los misterios más extraños de la reciente historia de la literatura.

La trama de la obra es más o menos la siguiente. Jacques Guérin, cultivado magnate parisino de los perfumes, vive obsesionado por los libros y por los manuscritos raros. En 1929, aquejado de apendicitis, conoce por azar, al médico Robert Proust, hermano del célebre escritor, fallecido siete años atrás. Tras entablar relación con la familia del novelista, Guérin descubrirá que sus miembros, avergonzados por sus textos y por su homosexualidad (que se refleja de manera más que latente en su gran obra, particularmente en Sodoma y Gomorra), se proponen destruir todos sus cuadernos, sus cartas y sus manuscritos, y malvender sus muebles. De hecho, su cuñada, Marthe Dubois-Amiot, como un malvado personaje de Dickens, llegó a quemar algunas de sus pertenencias, muchos de sus “papeluchos”, deshaciéndose indiscriminadamente de otras tantas que, milagrosamente, serían salvadas. Así, poco a poco, a lo largo de décadas, y con ayuda de Werner, un ropavejero de aires filantrópicos, Guérin irá rescatando uno a uno los efectos personales del autor, entre los que figura la reliquia que había llegado a codiciar más que ninguna otra, la que da nombre precisamente a la obra: el viejo y harapiento abrigo de piel de nutria con el que solía vestirse, y que usaba como manta por las noches mientras escribía la Recherche tumbado en su cama.


“Todo lo que se consigna en él ocurrió en realidad –nos cuenta Foschini–. Los protagonistas de esta historia existieron de verdad, pero mientras reconstruía los pasajes, leía las cartas  y conocía más de cerca a las personas que habían participado en  ella, descubrí la importancia que revisten los detalles mínimos: los objetos sin valor, los muebles de gusto dudoso, hasta los viejos abrigos descosidos. Las cosas más comunes, de hecho, pueden revelar escenarios de inusitada pasión.”


Proust y su abrigo, vistos por Cocteau.
Cómo la propia autora llega a conocer toda esta historia, en qué momento empezó a tirar del hilo del que saldría toda la trama que desarrolla en la obra, resulta ya en sí mismo un hecho apasionante, que no puedo dejar de mencionar siquiera de pasada. En un artículo publicado en La Nación, con motivo de la aparición de la primera edición del libro en Italia, esto es, en 2008, la periodista contaba cómo, muchos años atrás, había conocido a Piero Tosi, responsable de vestuario de Luchino Visconti en algunos de sus principales filmes. “En cierto momento –le relata Foschini a su entrevistador, Hugo Beccacece, exacto, el responsable de la traducción que ahora presentamos–, me atreví a preguntarle por el proyecto frustrado de Visconti de filmar A la recherche du temps perdu. Me dijo que Luchino lo había mandado a París para buscar las locaciones de la película y para que hablara, entre otros, con Susy Mante-Proust, la sobrina de Marcel. Visconti había entablado conversaciones con medio mundo para llevar adelante la idea de esa adaptación, había tomado contacto con Laurence Olivier, Dustin Hoffman y hasta se decía que había llegado a interesar a Greta Garbo para el papel de reina de Nápoles. Tosi tenía, además, la misión de ubicar en París a los aristócratas que habían conocido a los modelos de los personajes proustianos, por ejemplo, a quienes habían inspirado a la duquesa de Guermantes y al barón de Charlus. Entre quienes le mencionaron como fuente de información, había un señor del que Tosi no recordaba el nombre, pero cuya tarjeta de visita -me aseguró- conservaba a pesar del tiempo transcurrido. Era un coleccionista que tenía objetos y manuscritos de Proust, Jacques Guérin. Tosi le pidió una cita y los dos se encontraron en la oficina de Guérin, que era propietario de una empresa de perfumes”.

De este modo, “la casualidad que une a los proustianos”, como señalaba en esta entrevista, sin olvidar, por supuesto, el trabajo duro, meticuloso y entusiasta realizado por la autora durante años, son los que nos ha permitido que hoy llegue a nuestras manos este “refinado misterio literario”, por utilizar palabras de su editor español, Enrique Redel, que contiene atractivos más que sobrados para atrapar, en su búsqueda de la memoria recobrada, entre sus redes al lector.

lunes, 25 de febrero de 2013

Cabaret Voltaire nos presenta la primera novela de Jean Cocteau: un transgresor experimento, hasta ahora inédito en castellano, titulado ‘El Potomak’



El Potomak.
Jean Cocteau.
Traducción de Montserrat Morales Pecoes.
Cabaret Voltaire.
464 páginas.
PVP: 22,95 €.
Fecha de publicación: febrero 2013
Comprar. 

En 1919, Jean Cocteau (Maisons-Laffitte, 1889-Milly-la-Forêt, 1963) publicaba su primera novela, un texto verdaderamente transgresor que, debido al estallido de la Primera Guerra Mundial, no pudo aparecer como estaba previsto en el Mercure de France.

Cocteau, de cuya muerte se cumplen el próximo 11 de octubre justamente 50 años, nos ofrece en El Potomak un montaje de textos, acompañados por un centenar de dibujos de trazos sorprendentes y de inspiración cubista. En esta particular “novela gráfica”, quien fuera contemporáneo de Apollinaire, Max Jacob, Modigliani o Blaise Cendrars, a los que frecuentó, así como uno de los más personales y versátiles creadores del siglo XX (fue poeta, novelista, dramaturgo, crítico, dibujante, pintor, periodista y realizador cinematográfico) nos presenta una obra poblada de seres fabulosos, enigmáticos e irreales, algunos de una crueldad aterradora como en el caso de los sanguinarios Eugènes, que devoran a una ingenua y aburguesada pareja de recién casados, los Mortimer; el cocodrilo que “se come a mordiscos a Odilia”, en un poema declamado por la Faringe, otra criatura extraña; el Minotauro que invita a Teseo a visitarle y a hacerle compañía; y, por supuesto, el Potomak, ese enigmático monstruo que vive en un acuario situado en los sótanos de la iglesia de La Madeleine.

Cabaret Voltaire ha incluido la colección de treinta dibujos de 'Los Eugènes de la guerra'
El Potomak, como decimos, se publicó después del conflicto, cuando, gracias a la Société littéraire de France, salió a la luz en una versión aumentada con treinta nuevos dibujos, Los Eugènes de la guerra, realizados por Cocteau para el diario Le Mot. Cinco años después, con motivo de la reedición llevada a cabo por la editorial Stock, el autor modificaría el texto, suprimiendo los dibujos añadidos en 1919. La versión que ahora publica el siempre selecto sello Cabaret Voltaire, es fiel a la definitiva de 1924, salvo por la licencia que se han permitido al incorporar los treinta dibujos que forman el anexo de Los Eugènes de la guerra.

Con traducción de Montserrat Morales Pecoes, se trata, en cualquier caso, de la primera vez que se publica en castellano esta primera obra de quien iniciara su carrera literaria en 1911 con la publicación de dos libros de poemas, de aquel “maestro del orden considerado como anarquía” que nos legara obras tan significativas como Thomas el impostor, La gran separación o El libro blanco, todas estas últimas aparecidas con anterioridad en esta misma editorial.


  • Puede comprar El Potomak aquí.

domingo, 24 de febrero de 2013

OPINIÓN: Random, el fotógrafo y la dignidad


Hace unos días el periodista Gervasio Sánchez compartía en su página de Facebook, bajo el título PETICION DE UNA FOTOGRAFIA GRATUITA DE RANDOM HOUSE MONDADORI A SAMUEL ARANDA, el intercambio de correos entre un empleado del citado grupo editorial y el prestigioso fotógrafo catalán, dado a conocer por este último como forma de repulsa ante las abusivas prácticas de esta empresa a la hora de solicitar determinadas colaboraciones para una de sus publicaciones. En sólo unas horas cientos de personas compartieron el estado, siendo también numerosas quienes dejaron sus comentarios, casi de forma unánime, para criticar la mezquina política desarrollada en este caso por una de las más grandes corporaciones del libro a nivel mundial.

Para quien no sepa de lo que hablo, le resumiré brevemente la cuestión. Un responsable de la editorial, en concreto de su filial Grijalbo, se puso en contacto con el fotógrafo para solicitarle una de sus imágenes para la edición de un libro ilustrado sobre el grupo Extremoduro que estaban preparando. A vuelta de correo Aranda le preguntó por las condiciones de la colaboración, a lo que el primero le indicó que “de momento” los fotógrafos con los que habían hablado estaban colaborando “desinteresadamente” ya que se trataba (atención) de un libro sobre Extremoduro, pero que dentro de las posibilidades presupuestarias podrían “mirar a ver”. Con semejantes planteamiento y nudo el desenlace difícilmente podía ser otro. Aranda le recordó a su interlocutor que tenía la “manía de cobrar” por su trabajo al tiempo que le manifestaba la sorpresa que le producía el que una gran empresa como Random House Mondadori anduviese por ahí “pidiendo fotos gratis”. El intento de aclaración por parte del editor sólo pudo echar más leña al fuego, siendo probablemente la última frase la que terminó de indignar al fotógrafo: “No por ello restamos importancia ni valor a su trabajo, todo lo contrario, ya que sino (sic) no intentaríamos que estuviese en el libro”. Ante tales argumentos, al fotógrafo, cabe suponer que en estado de creciente autocombustión, no le quedó más remedio en su último mensaje que preguntarle retóricamente al contacto si es que acaso Extremoduro (que probablemente sean los que menos estén al tanto de todo esto), Random House y él mismo no cobraban por su trabajo, mandándolo en último término a freír becarios.
Fin de la historia.

El tema no es nuevo y, como sabe cualquiera que pulule no ya sólo por el mundillo editorial sino por cualquier esquina de la “industria cultural” –por acotar un poco el espacio–, es un fenómeno, especialmente en tiempos de crisis como los actuales, tristemente cada vez más frecuente. Las redes sociales están contribuyendo a darle visibilidad a este tipo de casos y es raro es el día en que no escucha uno a un ilustrador, un diseñador, un escritor o cualquier otro tipo de “externo” lamentarse por los abusos que se producen en el ámbito de la creación. El miedo a represalias entre quienes tienen trabajo y el temor a que nunca cuenten con sus servicios, en el caso de los que aguardan una oportunidad, es lo único que impide que conozcamos más ejemplos, a pesar de que sean vox populi. Los que perciben una remuneración se quejan de que cada vez cobran menos, buen parte no cobra y otros muchos hace tiempo que decidieron empezar a pagar.

Entre los primeros podemos encontrarnos casos como el de los correctores (supongo que a los traductores les pasará tres cuartas partes de lo mismo), quienes se quejan de que cada vez deben afrontar una realidad más precaria (como dijo un exiguo representante de la patronal: trabajar más y ganar menos), con los “erráticos” resultados que están a la vista de todos; mientras que en el otro extremo hallamos a quienes directamente deben pagar, sí, señores, pagar, no es una metáfora, no es una hipérbole, pagar para poner a la vista del público sus denuedos. Muchos se sorprenderían de cuántos autores, por ejemplo, se ven obligados a vaciar sus bolsillos. No hablamos de los grandes, tampoco de una parte cada vez más reducida de los medianos; hablamos de muchísimos menos conocidos que, no se olvide, son quienes forman la mayoritaria base de la pirámide cultural. De no existir gente dispuesta a correr con sus propios gastos no se explicaría cómo podrían publicarse en España más de 60.000 títulos al año. 

La cosa más o menos funciona del siguiente modo. Puede ocurrir que un escritor, harto de que su manuscrito sea rechazado, decida correr con los gastos de la publicación. Si tiene unos conocimientos mínimos de diseño podrá maquetar él mismo la obra: luego no quedará más que acudir a la imprenta más cercana y encargar 500 ejemplares de los que, quitados familiares y amigos e inútiles envíos a periódicos –pues nadie estará dispuesto a leer, no digamos reseñar un libro nacido en tan triste cuna–, le quedarán almacenados en el trastero otros 300: carne de papel reciclado. Es la autoedición. Más barata, desde luego, si se opta por la opción digital, aunque esto supone seguir escalando en la pantonera de lo invisible. Luego está la modalidad llamada de colaboración o de coedición, muy extendida en géneros minoritarios como la poesía, consistente en pagar a una empresa por que te preste los servicios normales de una editorial (maquetación, corrección, impresión, publicidad, distribución y demás vainas legales y de gestión) por un “módico precio” y, si eres lo suficientemente bueno, faltaría más, para formar parte de su catálogo, recibiendo a cambio un trato casi equivalente al de sus autores alpha. No es autoedición, te dirán, ni siquiera con esta aportación cubrimos los gastos, insistirán. Todos salimos ganando. Somos carne y hueso. El hueso, claro está, es el autor que ha de pagar por ver su nombre en una portada mientras sueña disparatadamente con el día en que un editor llame a su puerta y le diga: tranquilo, hombre, que no pienso cobrarte nada. Eso sí. Los gastos de desplazamiento a las presentaciones te los pagas tú.

Muchos critican estas fórmulas. Quien así actúa es sólo un vanidoso, un aficionado, los buenos al final llegan… Y a veces es cierto, pero nos olvidamos con frecuencia que si muchos autores repudiados por la industria no hubiesen decidido correr con los gastos de su trabajo, grandes obras maestras de la literatura ni tan siquiera habrían llegado a nuestras manos. Sobran los ejemplos: El túnel de Ernesto Sábato, sin ir más lejos. Claro que siempre habrá quien piense que habría sido más digno quemar los manuscritos y no darle siquiera una oportunidad a la de común tacañérrima posteridad. Al fin y al cabo, nadie los ha llamado. Que se dediquen a otra cosa, hombre ya.

Entre ambos extremos, decíamos, se encuentra aquel que ni cobra ni paga, aunque en realidad podemos considerarlo como un subgénero de este segundo grupo, porque no hace falta ser muy avispado –por mucho que resulte más cómodo mirar para otro lado– para darse cuenta de que es necesario invertir ingentes dosis de tiempo y dinero por ganarse el derecho a trabajar un día sin recibir un duro a cambio. Ni siquiera prestigio pues, socialmente, tal práctica no es propia de intelectuales sino de pánfilos. Además, si no cobra, es que no será tan bueno. Touché. Posiblemente recuerden la polémica que se montó hace unos meses al aparecer la edición española del Huffington Post. Muchos blogueros pusieron el grito en el cielo por que el flamante nuevo portal digital de noticias de Prisa, franquicia de la célebre cabecera estadounidense, no pagase a sus colaboradores. La propia directora del portal, la periodista Montserrat Domínguez incluso se paseaba ufana por los micrófonos de la SER afirmando que sólo eran ocho en la redacción, pero que hacían de todo. Qué excitante, ¿no? Sin embargo, a algunos no les pareció tan guay y, aún reciente cierta campaña avivada en twitter (#gratisnotrabajo) en torno a las penosas condiciones laborales de la profesión periodística (no, aún no se había producido el ERE en El País), cargaron las tintas ante la adopción de esta empresa, referente de la izquierda mediática (sic), de prácticas tan agresivas de libre mercado. Ejem.  Como en el caso de Random House, aquí tampoco se obliga a nadie a colaborar por la cara. La pregunta de nuevo sería: ¿es ético? ¿Se pueden exigir desde un púlpito medidas para paliar la crítica situación de muchos trabajadores cuando no se predica con el ejemplo? ¿Y de la otra parte? ¿Deberían, como Samuel Aranda, negarse todos a hacerlo? ¿Incluso cuando se quiera utilizar el medio como plataforma para llegar a un público masivo difundiendo un mensaje de fraternidad? ¿Incluso cuando, en este caso la de escribir, no sea su actividad principal?

El poeta Kepa Murua, responsable durante 16 años de la editorial Bassarai, que él mismo fundó y quien, por cierto, acaba de publicar ahora su primera novela, ha sido una de esas voces que en los últimos años se han alzado para defender, obviamente sin éxito, la necesidad de que los poetas reciban un retribución digna por su trabajo. En una nota de la primera parte de sus memorias, recién aparecida, titulada Los pasos inciertos podemos leer: “Los poetas deberían reivindicar sus derechos como autores. Si los traductores lo hacen, no sé por qué los poetas no responden con expectativas profesionales a los trabajos realizados. Con las instituciones sucede otro tanto, a numerosas invitaciones por participar en eventos o congresos de poca monta deberíamos negarnos por una cuestión de dignidad profesional”.  En otro momento, más rotundamente, escribe: “Por unos cuantos euros [los poetas] son capaces de recitar como si nada”. Casi cualquiera podría suscribir este tipo de reivindicaciones y lamentos. Es un caso, cabría decir más que nunca, de justicia poética. Pero, cuántos recitales habría en España con esta máxima por bandera. ¿Y libros de poesía? ¿Cómo hacer compatible la dignidad del escritor con su legítima y natural necesidad de darse a conocer, de llegar a un público, en un país sin lectores y, por lo tanto, sin nadie dispuesto a comprar lo que tú vendes? Un país en el que pagar 50 euros por ver a tu equipo es un chollo y 20, 15 ó 12 por el fruto de años de callada y resistente dedicación una estafa…

Pero volvamos de nuevo al caso que nos ha traído hasta aquí, el del libro de Random sobre Extremoduro. Partamos de la base de que todos los colaboradores deben cobrar. Percibir una retribución justa según currículo, según valía. Centrémonos sólo en los fotógrafos. Imaginemos que van a contar con 50 de ellos y que cada fotografía va a ser tasada en 500 euros de media (son todavía 300 menos de los emolumentos que reclamaba por su trabajo Aranda). Si el libro, un lujoso álbum biográfico, necesitase de unas 200 imágenes, por ejemplo, los gastos por este único concepto, ascenderían, si no me fallan las cuentas, a 100.000 euros. ¿Sería viable el proyecto cuando se le añadan el resto de gastos fijos? Parece improbable. Random tendría, por lo tanto, que renunciar al mismo. ¿Quién saldría ganando entonces? Todos los que se benefician actualmente, maquetadores, correctores, miembros de prensa, el distribuidor, el librero, el grupo, por supuesto, incluso los fans, no recibirían nada, es decir, una cantidad idéntica a la de quienes no cobrarán por ceder graciosamente sus derechos, que ahora, además, tampoco tendrán la oportunidad de mostrar su trabajo dentro de un atractivo escaparate, quién sabe si atrayendo la atención de posibles clientes dispuestos, esta vez sí, a pagar.

Ya, me dirán, esa es la estrategia de la editorial. Has caído en la trampa, Librófago, debería darte vergüenza. ¿No ves que por eso es una práctica tan perversa, prácticamente un chantaje? Sí, lo veo: es un círculo vicioso que favorece al pez grande en primer lugar y sólo muy secundariamente al resto de chanquetes implicados, que han de luchar entre sí para repartirse las migajas. De acuerdo, puede que tengáis razón; me podéis llamar activo tóxico. Pero tratar de esquiroles, como muchas veces sucede, a quienes no van con la factura por delante, ¿no es ya demasiado? ¿Qué harían la mayoría de revistas culturales, aparte de desaparecer, que actualmente funcionan en nuestro país si aplicáramos tales estándares?

Evidentemente, lo de te pagaremos “con visibilidad” se está convirtiendo en una oferta demasiado habitual. Es triste. Es siniestro. Aquí podría citar varios ejemplos personales, desde ambos lados de la barrera, pero prefiero no contaminar esta reflexión general, más intrincada de lo que hubiera deseado, con mi propia y sangrante realidad. No hoy, al menos. Prefiero quedarme, por encima de cualquier otra consideración, con el hecho de que es importante discernir entre quienes pudiendo pagar, optan por esquilmar al profesional para aumentar su margen de beneficios; y quienes, lo que es muy, muy frecuente, directamente no pueden ofrecerte una remuneración, porque incluso pierden dinero con sus proyectos (algunos tremendamente valiosos) y han de superar en muchos casos el pudor que les invade antes de intentar siquiera ofrecerte una colaboración que, qué más quisieran, no podrán abonar sino con todo aquello con lo cual no se come: afecto, respeto, agradecimiento. No se trata de mucho te quiero perrito pero pan poquito cuando no hay pan ni perro. Y a menos que consideremos más deseable el que directamente todas esas “empresas” desaparezcan habrá que aceptar esta realidad como un mal menor, presionando como consumidores de cultura para que estos proyectos maduren y, ya sea a través de la venta, la publicidad u otras fórmulas de colaboración, puedan estar en disposición algún día de pagar a sus colaboradores y, todavía así, reportar beneficios a sus impulsores.

El tema, como creo que se infiere si no me he explicado demasiado mal, es sumamente complejo y delicado, y no podemos ceder a intentar reducirlo aplicando cierta cómoda dialéctica del amo y el esclavo. Podemos echar en la pira a una editorial, especialmente si es, como en este caso, una multinacional (personalmente no siento una especial debilidad por Random, como sabrán quienes se paseen por este blog de vez en cuando, lo que no quita que entre sus muchos sellos nos regalen trabajos admirables de vez en cuando); podemos sentir incluso la tentación de tachar de colaboracionista, de mamporrero, porque a mí a humilde y digno no me gana ni Dios, al intermediario, al empleado que intenta hacer encaje de bolillos con un presupuesto exiguo, negociando con el impresor, el distribuidor, los autores, etc, por un, casi siempre, modesto salario; podemos satanizar a quienes voluntariamente, o porque no les queda otra (sí, ya sabemos de parte de quiénes estamos todos en Las uvas de la ira), ceden gratuitamente su trabajo, un trabajo quizá por el que ya cobraron previamente y que consideran amortizado. Y, por supuesto, podemos y debemos indignarnos cuando tenemos la sospecha de que se está produciendo una estafa.

La postura de Samuel Aranda, un fotógrafo, por cierto, excepcional, en todo este asunto me parece natural y lógica. Dada su posición de privilegio, ganada a pulso en los más terribles escenarios, cuenta con la suficiente autoridad para que su actitud revista carácter de ejemplaridad. Y me parecería irreprochable si no fuera por dos aspectos que debo reseñar. Por un lado, creo que nada justifica el que reproduzca el nombre de su interlocutor. Me da igual que sea éste quien le traslada la invitación. Todos sabemos que se limita a seguir las directrices que le han marcado y, por lo tanto, por mucha que sea su connivencia o su complicidad, no considero que merezca ser expuesto de esta forma, cargando con la culpa de otros. Sin embargo, pareciéndome esto reprobable, lo que menos puedo compartir es el cierre del último correo del fotógrafo. Allí donde dice: “Estoy seguro que encontraréis fotógrafos amateurs o estudiantes que quieran dar gratis su trabajo por el simple hecho de que su nombre aparezca en el libro, seguro que lo conseguís!, en fin…” Me parece muy poco edificante que lo que Aranda no desea para él mismo le parezca adecuado para otros. O la dignidad es deseable para todos o nos dará por pensar que lo que a él realmente le ha molestado es que no se le acercasen como el gran fotógrafo que él es (que, insisto, lo es), que no le hayan dispensado el venerable trato que se merece un profesional de su talla. ¡Usted no sabe quién soy yo!, que decía el otro. Algo que, dada su juventud (y su arte), me resultaría, pues deseo estar equivocado, doblemente chocante.

En definitiva, considero que debemos tener sumo cuidado con las generalizaciones y las excomuniones colectivas. Sé que es nadar contracorriente, pero pensar que son los creadores quienes han malacostumbrado a la sociedad, al no exigir un salario justo (como si eso fuera así de sencillo, como si no hubiera mil en cola esperando a ocupar tu puesto) es no querer darse cuenta de que es esa misma insolidaria sociedad que está en cabeza del pirateo a nivel mundial, la que está conduciendo, empujada por los ineptos y codiciosos que nos gobiernan –figuritas de nuestro mismo barro–, a la marginalidad a buena parte de sus creadores, ahondando el abismo en el que ya estamos inmersos. La luz arriba, cada vez más chica. Empecemos como ciudadanos dando ejemplo, exijámosles a las empresas que lo de “responsabilidad social corporativa” no se quede en un bonito rótulo; probemos a no votar a partidos corruptos ni consumamos productos de marcas opacas. ¿Criticas la sociedad lobotomizada por el consumismo pero te falta tiempo para hacerte con el último móvil, la más rutilante tableta, la app más de moda ? ¿Te revelas contra el maltrato animal pero no te importa de dónde proviene el filete de pollo que te estás comiendo? ¿Estás dispuesto a pagar más por un comercio justo? ¿De verdad? Ah, que entonces no te llega. Y si tanto te molestan las políticas de privacidad de Facebook, ¿qué carajo haces ahí todavía perdiendo el tiempo? Hay más dignidad que vergüenza.

No, esta no es esta una guerra entre profesionales y aficionados. Ni entre incorruptibles y trápalas. Tampoco es una batalla entre el empresario explotador y el sufrido trabajador. Ojalá fuera así de sencillo. Localizado el enemigo bastaría con levantarse todos a la vez y decir: ¡uh! Pero la línea es demasiado fina. Más bien da la sensación a veces de ser una desesperada guerra de todos contra todos por la supervivencia. Y que yo recuerde, los más aptos nunca han sido necesariamente los mejores.

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